Este relato comencé a escribirlo al revés, es decir que puse primero el título y luego me decidí a contar la historia tal como la recuerdo, referida en un trozo de papel que encontré ahí, en una librería de viejo frente al hotel Apsis de Barcelona.
Al inculto de don Atrius alguien le dijo que la lectura podía hacerlo volar. Entiendo que quien afirmó eso hablaba en sentido figurado, pero, por alguna razón menos de misteriosa que causada por su rampante ignorancia, Atrius tomó la aseveración literalmente. Por ello, compró en gran cantidad y con absoluta falta de visión todos los libros que pudo, sin ningún plan de superación, ni mejora o aprendizaje personal. Se gastó todos los ahorros en ello.
¡Qué grata, infame y automáticamente satisfactoria es la candidez de quien cree que sabe algo con certeza, quien justifica los hechos y les inventa razones, pero es incapaz de imaginar futuros! Ante esa actitud, quienes cultivan una opinión diferente a la de estas personas no son gente de fiar, no comprenden la perspectiva del soberbio quien, por supuesto, nunca se equivoca.
Así que Atrius comenzó a creer en ‘su’ realidad (amplia o limitada, cierta o falsa) desde una perspectiva que a él se le figuraba la única cierta. Se sentía dueño de una verdad indudable y absoluta.
Así que luego de comprar un rimero de libros sobre tantos temas como tuvo ocurrencia, comenzó a leerlos biológicamente, es decir, sin comprender nada: todos los textos a la vez, intercalando uno y otro, componiendo con fragmentos un vacío intelectual sobre el cual podría dar paso a sus intenciones sobrevoladoras. Dedicaba a ello primero minutos y luego horas según pudiera, con la firme creencia de “elevarse sobre los demás” como le habían dicho. Volar, pues es lo que ambicionaba y lograría. Estaba convencido.
Los ignorantes piensan que es suficiente su decisión para que todo funcione según sus creencias, así que se puso a calcular el total de semanas serían necesarias para que, cuan moderno Ícaro, pudiera levantar el vuelo usando las alas de papel que le proveían novelas, ensayos, relatos, libros de poesía y hasta obras escolares. Te sorprendería saber cuántos libros estuvo leyendo don Atrius y por cuantos días. Se dedicó a la lectura desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Pudo solamente contemplar capítulo tras capítulo sin otro afán que adquirir la potencia de vuelo.
Como no reflexionaba sobre ningún tema, él seguía tan iletrado como siempre y consideraba posible alcanzar el objetivo contra cualquier sentido común o referente científico al margen del entendimiento sobre lo que abordaba en los volúmenes.
Ninguna cantidad de creencia convierte algo en un hecho, solo que para Atrius esa dicotomía era imposible. Se olvidó de sus escasos amigos, dejó de ir al trabajo, descuidó la casa y hasta su alimentación, con tal de cultivar su absurda fantasía. También dejó de lado su cuidado personal y cuando se le veía por la calle iba desaseado, con ropa anacrónica, sucia y dañada, poseedor de un andar cansino que lo hacía ver como un viejo prematuro.
La intención de lograr algo que nunca hubiera conseguido alguna persona, el amor propio y el afán de que se le recordara como un personaje único, sostenían su voluntad a pesar del encierro al que paulatinamente se sometió. Menguose su fortaleza por la falta de alimentos, de sus escasos períodos de sueño y descanso. Así, su cerebro comenzó a entrelazar fragmentos de las historias que leía, confundiendo personales y situaciones.
Empezaron a decaer sus facultades mentales y raciocinio. Se volvió primero abúlico y luego autómata. Perdió completamente la capacidad de dormir y para esas alturas lo que conocemos como realidad se le convirtió en un amasijo de imágenes, voces y sonidos incomprensibles.
No supo si estaba despierto, si dormía en algún trance entre esos estados, o de plano moribundo. A pesar de todo, aún conservaba el afán de elevarse entre la ligereza del aire. Sintió que su cuerpo se volvía tenue, que las luces filtrándose por su ventana en la noche se arremolinaban fugaces y rápidas a través de la retina agotada y sus ojos casi exangües. Por instantes quería salir del estado catatónico dándose palmadas en la cara, pero al notar que eso no servía, trató de hacerlo pinchándose los dedos con una aguja y se sorprendió al no sentir ni brizna de dolor.
Cuando quiso caminar para salir de su dormitorio, sintió una aguda debilidad que a duras penas le permitía quitarse de encima la sábana que lo había arropado varias noches (¿cuántas? no tenía idea). Junto con esas luces fantasmales que giraban a su alrededor también empezó a moverse el tiempo y los pocos momentos de lucidez que todavía lograba tener se diluían irremediablemente. En esa postura sintió la ingravidez rotunda, experimentó el abandono físico y la levitación que era al principio imperceptible, pero luego se hizo completamente vívida.
Sonrió a pesar de todo. Aún se preguntaba por qué desde la última luna llena no había podido siguiera sostener un libro. Recurrió a los retazos de la memoria para reconstruir relatos y continuar leyendo entre los pocos y cada vez más escasos recuerdos que quedaban en su cerebro, como cuando se nos deshoja un libro y todo lo que contenía se pierde irremisiblemente.
Entonces Atrius supo que lo había logrado.
Se sentía ascendiendo sobre su cama y demás objetos que quedaban debajo. Vio la mesa de noche, su lámpara cuyo foco estaba fundido desde hace tanto tiempo y en ese instante tuvo la duda si los últimos libros contemplados en capítulos indescifrables para sus capacidades también los había imaginado. Flotó y se fue volando, arrastrado por el viento nocturno hasta que se volvió un punto imperceptible en el mar de la noche.
Entonces desperté, me había quedado dormido en la librería de Barcelona.